Manuel Illanes


Santiago de Chile, 1979. 

Ha publicado los libros de poesía "Tarot de la carretera" (Fuga, Santiago de Chile, 2009), "Crónica de Tollan" (Piedra de Sol, Santiago de Chile, 2012; La Ratona Cartonera, Cuernavaca, 2013) y "Memorias del inframundo" (Mantra, México DF, 2016). 
Poemas suyos figuran en la antología "Residencia temporal: seis poetas chilenos en México" (Aldus, México DF, 2016). Es licenciado en Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad de Chile. Actualmente realiza una maestría en Letras Mexicanas por la UNAM.


Nombra a:


César Cabello
Cristián Gómez
Martín Cinzano
Rodrigo Landaeta
Antonio Rioseco
Gladys González
Edgardo Mantra
Gustavo Alatorre
Manuel Becerra
Genkidama Ñu




Señor de los encantamientos

Mis manos tornan el barro
un libro que canta lo que mi hambre
y mi opaco corazón no son capaces de cantar.

Yo, hijo de la piedra,
apenas distinto de la serpiente y el arenal,
entregado al torbellino de los encantamientos.

El precioso lodo será arrancado
de las vísceras de la tierra,
nuestra madre de belfos endurecidos
por la sequía y el maltrato de las estaciones.

Hábiles dedos sumergiéndose como libélulas
en la terca materia para rescatar del caos
las formas que regocijen
a los soberanos en sus palacios
cubiertos de murales.

Huehueteotl, señor de la brasa,
despoja al barro de sus ropajes bastos,
revela el cilindro y la semiluna
que yacen en lo incierto
y que sólo su imperioso conjuro
           convoca desde el vacío.

Ávido es el fuego cuando alumbra
los hornos y lame la arcilla,
dora la carne de los venados para el banquete.
Divino cuando endurece el barro informe
y nos da los frutos áureos de su brillo.

El fuego y el tiempo que todo lo transforman,
elote y ceniza enlazados.

Mis manos son la sombra que impregna
de azules, de naranjos, de blancos
los platos que la edad no podrá romper,
los braseros en que humea el copal grato a los espíritus,
las pequeñas figuras de mujeres sonrientes.

El terror y la maravilla que preconizan
nuestros soberanos son el dibujo que pintamos
sobre la piel del tiempo,
una crónica de este reino altanero
con que asombrar a los bárbaros lejanos
y a los herederos de las próximas vorágines,
los huesos de nuestra esperanza mezclados
con el polvo de las cuatro direcciones del mundo.


Pedernal de fuego

Encerrados por la oscuridad,
masticando el tabaco del tiempo
que cae y se derrite sobre muros invisibles.

La noche es la cueva en que los murciélagos
asaltan los sueños y nos perturban.
El día, la luz que se abre inesperada
al festín que preparamos en silencio
para el castigo.

En los campos de maíz
las estrellas se agazapan
entre los guerreros muertos:
una montaña de nombres desvanecidos
como el humo del copal en el brasero
adonde ascenderemos cuando el señor del alba
                                                                      emerja.

Las espinas de maguey, la sangre
para el sol que molió los huesos
y los tornó en resuellos y carne,
valiente alfarero de los infiernos
que brindó vida a los hombres.

Las espinas, la sangre,
esta mariposa que flota apenas
sobre el pedregal infinito,
de la tierra de obsidiana huyendo.

Nuestros pensamientos suben
como gotas de lluvia hacia las manos
del Gran Derramador de las Aguas
 y su prole insaciable,
turbia espiral de ilusiones y callado temor
a la sombra de la que nadie canta.

La felicidad es el vergel
que anuncian los intérpretes del Aire
tras el ascenso y caída del pedernal de fuego,
una vida de danzas y júbilo junto al sol emplumado.

La noche es larga como el miedo
y apoyamos la cabeza sobre la luna
buscando el reposo que todo lo oscurece.
Mañana veremos al Gran Derramador
descender desde los cielos terribles
y aplastar nuestro corazón sin peso,
hacer de nuestras cabezas una huella
de sangre depositada en las escalinatas.

No seremos ya entonces esta carne que tiembla
sino estrellas ascendiendo, luceros
en la mañana de los intérpretes.


Aire de los descarnados

La brisa precipita las voces del devenir
como brevas maduras que caen de una higuera:
rebotan, se estrellan, ensucian con su sangre de huérfanas
el mimbre de los cestos, el ficticio mural de nuestra Historia.

Hay un aire de fractura, mezclado con el miasma de heces
a punto de derramarse sobre los proletarios marchantes.

Nuestro presente arde a la velocidad del Holocausto,
catástrofes y milagros se derriten sobre las pantallas
de televisores que humean.

Cada noche, cada semana de nuestras calendas,
los hombres depositan la semilla de su ímpetu,
sepultan sus visiones en el estercolero,
invocan el látigo del quebranto.

Nos emborrachamos dentro de casas frágiles
como perdura el trébol bajo la escarcha,
en desvergonzado comercio con las potencias.

-Capital ha enviado sus 4 jinetes a desolar Anáhuac,
“totalidad junto a las aguas”.

La palabra es un ángel traicionado
que busca en el umbral de la mirada
un cobertizo donde guarecerse del huracán.
Somos hijos de la Cesantía, necios asalariados que descreen
del Derrumbe, aunque moren entre sus brasas
o amasen el pan con su amarga harina.

Las rameras ejercen su oficio junto a los mercados
y los colegios, los chulos que las explotan
se erigen estatuas en los capitolios,
redactan tratados sobre la vida eterna.

La campana del presente llama a la insurrección,
pero estamos sordos, enterrados bajo la grava de la esclavitud.

Tarde o temprano el gran aerolito, aquel que contempló
el segundo Motecuhzoma, el que soñaron espantados
los descendientes del quinto sol,
caerá sobre el árbol de la vida
y de las cenizas desparramadas
se alzará la rota mano,
el hambre contenida de los muertos.

Como una ola plena de furia
los caídos en Tlatelolco, los despellejados de Tenochtitlán,
los cadáveres humeantes de la Revolución,
los mutilados del Narco todopoderoso,
danzarán por las calles vistiendo las pieles de los fariseos,
desecrando sus moteles levantados en mármol,
bebiendo vino barato en los cálices de plata
de las antiguas iglesias,
para después quemarlas y rescatar de sus raíces
los cráneos y las tibias de los verdaderos santos:
los macehuales, aquellos que trabajaron
la tierra y dieron su músculo y sangre
por la ridícula gloria de los imperios.

Del asfalto del tiempo salvarán rostros,
corridos de amor y guerra, levantarán con sus costillas
un túmulo como si fuera una negra estaca
clavada en el pecho de Capital.

El aire de los descarnados caerá desde el cielo,
el ansia de muerte del águila impetuosa
abrirá surcos, hará surgir la hiel donde hubo agua,
secará los ríos más caudalosos.
Su pedernal sangrará la carne de las metrópolis
en noches que reúnen a las tarántulas.

Yo no veo más que furor en el horizonte,
el cuerpo del Cristo sumergido en un tonel de ácido,
desmembrado, hediendo a su asesino.
Veo los crepúsculos azotados por las llamas
y el grito de la multitud aprobando
el juicio a una mujer lapidada.


La calzada de los muertos (fragmentos)

La Aurora es una antorcha congelada
La misma luz de hace 20 siglos
florece sobre la cima de las antiguas pirámides.
El mismo viento que recibió con mano benévola
el maíz y el copal ofrendados a los dioses
                                            de piel de cacao
arranca las boinas & jockeys de los turistas.
La misma obsidiana que relucía
en los pedernales de sacrificio
se opaca esta tarde en los collares
y figuras que ofrecen los ambulantes.
El mismo cielo de estaño,
las mismas nubes colman la bóveda invernal
de febrero, una sonrisa milenaria colgada
                                        del centro del valle.
Nopales, nopales,
por única llamarada verde
desde el Origen.

Todo es igual, todo es distinto,
un millón de soles han caído
como las coronas emplumadas
de los antiguos gobernantes.
Porque existe una serpiente
que ha mudado su piel
entre las paredes de la ciudad
                    de los derrotados,
cuyo movimiento es la raíz
huidiza de nuestros gestos.

Es el tiempo, el tiempo
que ha subido las escalinatas
para romper las fundaciones de los templos.
Es el tiempo que ha cubierto
las piedras con el polvo de la llanura,
el que las ha pulido y, luego, levantado
como un anciano amoroso.
Es el tiempo
que ha ensombrecido los frescos de los muros
y que ha descubierto la nobleza
del puma a la vista de los hombres.
Es el que ha caminado
por la Calzada de los Muertos
como si fuera uno más de la grey interminable.
Un simple comerciante con su mercancía a cuestas,
su hastío de bestia entre las bestias,
alzando la voz en nombre
de un poder que desconocemos.

Es un toro incestuoso que embiste con sorna
la materia de los monumentos,
nuestra propia carne apenas entretejida,
el tótem que llevamos
dibujado sobre la piel,
que es el fondo de la calavera.

El tiempo:
la bicicleta que pasa a toda velocidad
sin que vislumbremos el rostro de carey
del que la conduce.


Nuestros pasos se sumergen en la arena del porvenir

El tiempo ha ocurrido,
ha instalado sus tiendas en las plazas
de la ciudad de los derrotados,
pero la piedra está viva, resolla a cada minuto
con ímpetu de coyote trashumante.
El corno de la abundancia
trae nuevas primaveras
y las semillas de los muertos
germinan bajo las lenguas
de los norteamericanos, los sudacas,
los japoneses que observan
con asombro creciente
los signos marcados
sobre la dura superficie.
La piedra está viva,
más viva, quizás,
que el sombrío asfalto
de nuestras propias ciudades,
tendidas como obscenas madonas,
como sirenas ariscas
al borde de ríos
que son toneladas de mierda.

La piedra está viva
y los edificios son altas olas,
cándidos látigos
cuyo golpe nos revienta en la cara.
No hay historia, sino sangre,
animales espantosos
esculpidos en el tablero,
parecen paridos por dioses extraños.
El espíritu de los antiguos habitantes
permanece enhiesto como el maguey
o el tequila que se bebe en las cantinas
de la Señora del Inframundo,
esa ciudad que replica tu simetría y magnificencia,
ciudad de los caídos con vertiginoso desorden,
sucesiones y avatares de un mismo señor
que es el Omega.

El tiempo ha instalado
sus tiendas de amate,
colgado sus victoriosos blasones
en el ombligo de las plazas,
pero la piedra sigue conjugando
en presente, imantada
por las voces de los invisibles:
aquellos que adoraron
los cuerpos del sol y la luna
y los trasladaron al basalto.
Aquellos que fatigaron
sus horas estudiando
las fases de Venus,
trocando fría obsidiana,
piedra verde, frutos,
enormes nautilos
traídos de playas cálidas
en tianguis bullentes
como las ondas de un mar airado.
Aquellos que vieron
alzarse y marchitar
el maíz de las dinastías,
sus propios hijos
enterrados una y otra vez
como frágiles cántaros.
Aquellos que la historia
sorprendió en sus literas,
devorados sin clemencia
y que a pesar del olvido
flotan inescrutables,
entre el griterío de los ambulantes
Nuestros pasos se sumergen en la arena del porvenir
El tiempo ha ocurrido,
ha instalado sus tiendas en las plazas
de la ciudad de los derrotados,
pero la piedra está viva, resolla a cada minuto
con ímpetu de coyote trashumante.
El corno de la abundancia
trae nuevas primaveras
y las semillas de los muertos
germinan bajo las lenguas
de los norteamericanos, los sudacas,
los japoneses que observan
con asombro creciente
los signos marcados
sobre la dura superficie.
La piedra está viva,
más viva, quizás,
que el sombrío asfalto
de nuestras propias ciudades,
tendidas como obscenas madonas,
como sirenas ariscas
al borde de ríos
que son toneladas de mierda.
La piedra está viva
y los edificios son altas olas,
cándidos látigos
cuyo golpe nos revienta en la cara.49
No hay historia, sino sangre,
animales espantosos
esculpidos en el tablero,
Parecen paridos por dioses extraños.
El espíritu de los antiguos habitantes
permanece enhiesto como el maguey
o el tequila que se bebe en las cantinas
de la Señora del Inframundo,
esa ciudad que replica tu simetría y magnificencia,
ciudad de los caídos con vertiginoso desorden,
sucesiones y avatares de un mismo señor
que es el Omega.
El tiempo ha instalado
sus tiendas de amate,
colgado sus victoriosos blasones
en el ombligo de las plazas,
pero la piedra sigue conjugando
en presente, imantada
por las voces de los invisibles:
aquellos que adoraron
los cuerpos del sol y la luna
y los trasladaron al basalto.
Aquellos que fatigaron
sus horas estudiando
las fases de Venus,
trocando fría obsidiana,
piedra verde, frutos,
enormes nautilos50
traídos de playas cálidas
en tianguis bullentes
como las ondas de un mar airado.
Aquellos que vieron
alzarse y marchitar
el maíz de las dinastías,
sus propios hijos
enterrados una y otra vez
como frágiles cántaros.
Aquellos que la historia
sorprendió en sus literas,
devorados sin clemencia
y que a pesar del olvido
flotan inescrutables,
entre el griterío de los ambulantes.


Pero dónde la senda, dónde Sión

Tantas veces quemé mis pies
en el desierto, tantas veces
sentí sed entre sus arenas,
que desconf ío de tu belleza, Teotihuacán.
¿Es verdad que el mal no ensombreció tus piedras?
¿Que el jaguar soberbio nunca halló
su presa entre tus predilectos?
¿No hubo entonces ídolo en que los hombres
vieran la muerte encarnarse y agitar sus sueños
helados como helechos?
¿Fuiste ciudad de los blancos afectos
o te mostraste evidente en el crimen,
que la Historia parece enseñarnos?:

Pero dónde la senda, dónde Sión

Yo hallé en ti lo más hermoso
que le está permitido contemplar
a los bastardos del Omega:
la misma luz de hace 20 siglos
flotando como una aurora en la tarde,
el mismo viento que recibió
con mano benévola el maíz y el copal
ofrendado a los dioses de cacao.
El mismo cielo de estaño.
Una pieza de eternidad perfecta,
rescatada del centro del Mito.
Una eternidad angélica, pero palpitante:
no portulano deshecho, sino estrella
de las profundidades del océano
o testículo de varón cortado
en el suplicio.

Pero dónde la senda, dónde Sión

Duda mi sombra porque
soy habitante de esta edad de conjuras,
exilio y ese torbellino
áspero que todo lo desquicia:
el mal también debe haber marcado
tus fachadas con la sangre de un cordero,
cegado el aliento de tus primogénitos
en días de los que no se conserva memoria.
Y, sin embargo, conjuraste al Demonio,
dejaste que él se apoderara de tu cabeza,
que desangrara tu hígado,
que mancillara tus serenas geometrías
con horror y destrucción y polvo.
Torciste al Oeste
y has regresado para decirnos
que hay un poder intraducible
cuyo átomo es el tiempo,
una vida que incluso la muerte
no puede matar.
Derrotados e impíos
pueden reposar su cabeza
sobre este almohadón de granito
y soñar con vendimias feraces,
olvidados de los buitres.
Sicarios y cobradores de impuestos
elevar sus plegarias al cielo
como el humo de tabacos.
Incluso el nieto de un campesino
puede celebrar aquí
la eternidad que un reino
de campesinos erigió
con sus manos de amate,
sus vidas consagradas al sol.
Incluso, el nieto de un campesino,
ese que soy con mi vanidad de funcionario,
puede venir y quitarse la soledad de los bares,
quemar la sal de su culpa
en este incensario grana.

Y aunque las puertas que conducen a la ciudad
se cierren, habremos rozado la última noche del mundo,
la salida del laberinto, el inicio de la senda
que se mantiene oculta a nuestros días.

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